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Erase una vez un empresario que se encuentra con un humilde pescador descansando en su envejecida barca y le dice:

– ¿Por qué descansas? Si siguieras trabajando ganarías más, y ahorrarías dinero.

– ¿Y para qué quiero más dinero?

– Con más dinero podrías arreglar la barca. Así podrías pescar más y ganar más. Luego podrías comprarte una barca mejor, con lo que volverías a ganar más.

– ¿y luego?

– Luego podrías comprarte otro barco más grande. Y así hasta que después de muchos años ganarías lo suficiente para tener tu propia flota y serías rico.

– ¿Y una vez que tuviera la flota y fuera rico, qué haría?

– Pues podrías descansar, jugar con tu hijos, vivir en una cabaña en el campo y disfrutar tranquilamente de un atardecer.

– Pues eso es justo lo que estoy haciendo ahora.

Hace mucho tiempo, un rey colocó una gran roca obstaculizando un camino. Entonces se escondió y miró para ver si alguien quitaba la tremenda roca. Algunos de los comerciantes más adinerados del rey y cortesanos vinieron y simplemente le dieron una vuelta. Muchos culparon al rey ruidosamente de no mantener los caminos despejados, pero ninguno hizo algo para sacar la piedra grande del camino.

Entonces un campesino vino, y llevaba una carga de verduras. Al aproximarse a la roca, el campesino puso su carga en el piso y trató de mover la roca a un lado del camino.

Después de empujar y fatigarse mucho, lo logró. Mientras recogía su carga de vegetales, él notó una cartera en el piso, justo donde había estado la roca.

La cartera contenía muchas monedas de oro y una nota del mismo rey indicando que el oro era para la persona que removiera la piedra del camino.

El campesino aprendió lo que los otros nunca entendieron:

» Cada obstáculo presenta una oportunidad para mejorar la condición de uno».

Aprendí que la mayoría de las cosas por las que me preocupo nunca suceden.

Aprendí que cada logro alguna vez fue considerado imposible.

Aprendí que nada del valor se obtiene sin esfuerzo.

Aprendí que la expectativa es con frecuencia mejor que el suceso en sí.

Aprendí que aun cuando tengo molestias, no necesito ser una molestia.

Aprendí que nunca hay que dormirse sin resolver una discusión pendiente.

Aprendí que no debemos mirar atrás, excepto para aprender.

Aprendí que cuando alguien aclara que se trata de principios y no de dinero, por lo general se trata de dinero.

Aprendí que hay que luchar por las cosas en las que creemos.

Aprendí que las personas son tan felices como deciden serlo.

Aprendí que la mejor y más rápida manera de apreciar a otras personas es tratar de hacer su trabajo.

Aprendí que los días pueden ser largos, pero la vida es corta.

Aprendí que si tu vida está libre de fracasos, es porque no has arriesgado lo suficiente.

Aprendí que es bueno estar satisfecho con lo que tenemos, pero nunca con lo que somos.

Aprendí que podemos ganar un centavo en forma deshonesta, pero más tarde este nos costará una fortuna.

Aprendí que debo ganar el dinero antes de gastarlo.

Aprendí que debemos apreciar a nuetros hijos por lo que son y no por lo que deseamos que sean.

Aprendí que el odio es como el ácido: destruye el recipiente que lo contiene.

Aprendí que planear una venganza sólo permite que las personas que nos hirieron lo hagan por más tiempo.

Aprendí que las personas tienen tanta prisa por lograr una «buena vida» que con frecuencia la vida pasa a su lado y no la ven.

Aprendí a no dejar de mirar hacia el futuro; que todavía hay muchos buenos libros para leer, puestas de sol que ver, amigos que visitar, gente a quien amar y viejos perros con quienes pasear.

Aprendí que todavía tengo mucho que aprender.

Dicen que una vez, había un ciego sentado en una esquina de un parque, con una gorra a sus pies y un pedazo de cartón que tenía escrito:

“TEN COMPASIÓN, SOY CIEGO”

Un creativo de publicidad que pasó frente a él, se detuvo y observó que en la gorra había sólo unas pocas monedas. Sin pedirle permiso dio vuelta el cartel y escribió otro anuncio. Puso el pedazo de madera en su lugar y se fue. Por la tarde volvió a pasar frente al ciego y su gorra estaba llena de billetes y monedas.

El ciego, que reconoció sus pasos le preguntó si había sido él el que había reescrito su cartel y sobre todo, quería saber que había puesto.

El publicista le contestó “Dice lo mismo que decía antes, pero con otras palabras”, sonrió y siguió su camino.
El ciego nunca lo supo, pero su nuevo cartel decía:

“HOY ES UN HERMOSO DÍA, Y NO PUEDO VERLO”.

Director : Alonso Alvarez Barreda (México) – Ganador Short Film Corner Cannes

Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte:

– Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles.  Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo.

Todos los que escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total… Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada.

El rey tenía un anciano sirviente que también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respeto por el anciano, de modo que también lo consultó.

Y éste le dijo: -No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje.

Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje –el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dió al rey.

Pero no lo leas -le dijo- mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación-

Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir hacia adelante y no había ningún otro camino… De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso:

Simplemente decía “ESTO TAMBIEN PASARÁ”.

Mientras leía “esto también pasará” sintió que se cernía sobre él un gran silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos. El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas.Dobló el papel, volvió a ponerlo en el anillo.

Mu pronto, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital hubo una gran celebración con música, bailes… y él se sentía muy orgulloso de sí mismo.

El anciano estaba a su lado en el carro y le dijo:

-Este momento también es adecuado: vuelve a mirar el mensaje. -¿Qué quieres decir? –preguntó el rey-. Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me encuentro en una situación sin salida. -Escucha –dijo el anciano-: este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras.

No es sólo para cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso. No es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero.

El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: “Esto también pasará”, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero el orgullo, el ego, había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje.

Entonces el anciano le dijo: –Recuerda que todo pasa. Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas.

Reserva tiempo para REIR,
es la musica del alma.

Reserva tiempo para LEER,
es la base de la sabiduria.

Reserva tiempo para PENSAR,
es la fuente del poder.

Reserva tiempo para TRABAJAR,
es el precio del exito.

Reserva tiempo para DIVERTIRTE,
es el secreto de la juventud eterna.

Reserva tiempo para SER AMIGO,
es el camino de la felicidad.

Reserva tiempo para SOÑAR,
es el medio de encontrar tus objetivos.

Reserva tiempo para AMAR Y SER AMADO,
es el privilegio de los hijos de Dios.

Reserva tiempo para SER UTIL A LOS OTROS,
esta vida es demasiado corta para que seamos egoistas.
Nosotros no perdemos tiempo en la vida;
lo que se pierde es la vida, al perder el tiempo.

En la antigua Grecia, Sócrates fue famoso por la práctica de su conocimiento, con alto respeto. Un día un conocido se encontró con el gran filósofo y le dijo:

¿Sabes lo que escuché acerca de tu amigo?

Espera un minuto, replicó Sócrates. Antes de decirme cualquier cosa debe pasar por los tres filtros.

¿Los tres filtros?

Correcto, continuó Sócrates. Antes de que me hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea tomar un momento y filtrar lo que vas a decir. Es por eso que lo llamo el examen de los tres filtros.

El primer filtro es la verdad: ¿estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto?

No, dijo el hombre, realmente sólo escuché sobre eso y…

… Muy bien, dijo Sócrates. ¡Entonces realmente no sabes si es cierto o no!

Ahora permíteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la bondad: ¿es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo?

No, por el contrario…

Entonces, continuó Sócrates, tú deseas decirme algo malo sobre él, pero no estás seguro de que sea cierto. Tú puedes aún pasar el examen, porque queda un filtro; el filtro de la utilidad: ¿será útil para mí lo que vas a decirme de mi amigo?

No, realmente no.

Bien, concluyó Sócrates. Si lo que deseas decirme no es cierto ni bueno e incluso no es útil, ¿por qué decírmelo?

Cuenta una antigua leyenda que en la Edad Media un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de asesinato. El culpable era una persona muy influyente del reino, y por eso desde el primer momento se procuró hallar un chivo expiatorio para encubrirlo.

El hombre fue llevado a juicio y comprendió que tendría escasas oportunidades de escapar a la horca. El juez, aunque también estaba confabulado, se cuidó de mantener todas las apariencias de un juicio justo. Por eso le dijo al acusado: “conociendo tu fama de hombre justo, voy a dejar tu suerte en manos de Dios: escribiré en dos papeles separados las palabras culpables e inocente. Tú escogerás y será la Providencia la que decida tu destino”.

Por supuesto, el perverso funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda: culpable. La víctima aun sin conocer los detalles, se dio cuenta de que el sistema era una trampa. Cuando el juez la conminó a tomar uno de los papeles, el hombre respiró profundamente y permaneció en silencio unos segundos con los ojos cerrados. Cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y con una sonrisa, tomó uno de los papeles, se metió a la boca y lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados, los presentes le reprocharon.

Pero, ¿qué ha hecho? ¿Ahora cómo diablos vamos a saber el veredicto?

Es muy sencillo, replicó el hombre es cuestión de leer el papel que queda y sabremos lo que decía el que me tragué.

Con ira y coraje debieron liberar al acusado y jamás volvieron a molestarlo.