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Tecnología, ¿enemiga de la comunicación cara a cara?

En los últimos 10 años, las tecnologías han avanzado a gran velocidad, no sólo en lo relativo al bienestar del día a día, la salud, el estudio del espacio, las telecomunicaciones y demás campos que afectan a la globalidad si no también en todo lo relativo a las relaciones personales.

El uso de Internet, las redes sociales, teléfonos inteligentes, los chats, la mensajería instantánea, las videollamadas… avalancha de opciones que ¿facilitan? la comunicación.

Antes del boom tecnológico, los celulares eran un artículo de lujo, casi nadie tenía uno y todos vivíamos felices, contentos e incomunicados excepto cuando estábamos en casa o en el trabajo. La colectivización de los teléfonos móviles, la reducción de su precio a la par que de su tamaño y la mejora de sus prestaciones, propició que todo quisque quisiera y obtuviera uno, hasta el punto en el que estamos hoy: cerca de los 5.000 millones de aparatos en el mundo.

La previsión indica que en dos años seremos 7.000 millones de personas en el planeta y en este momento ya hay en funcionamiento 5.000 millones de terminales, si en el primer trimestre de 2011 se vendieron cerca de 500 millones de aparatos… hay más teléfonos que personas.

El hecho realmente preocupante es la forma en que nos comunicamos actualmente, la pérdida de la cercanía que da la conversación cara a cara, lo humano de mirarse a los ojos cuando se habla.

Ya existe una generación que se está perdiendo todo eso. Aquellas largas charlas, conversaciones a múltiples bandas en las que todos nos reímos a la vez de las tonterías que se cuentan, ya casi no se ven.

Bien es cierto que hay un mundo de posibilidades en el uso de las tecnologías como medio de comunicación, como conversaciones subidas de temperatura, el sexo virtual, a calentar motores antes de verte, a jugar con las palabras y las imágenes que evocan en mi mente, a planear un encuentro antes de hacerlo realidad.

El placer de una buena conversación se está cambiando por quedar para hablar de nada y luego, de camino a casa, mientras ceno o incluso cuando ya estoy en la cama, que me bombardeen con declaraciones de intensidad variable que no han tenido redaños para soltarme a la cara.